En el corazón de Viedma, una pareja joven transformó la casa familiar de más de cien años en un bar y restaurante con identidad propia. Cafés, almuerzos, cenas y cócteles conviven en un espacio que combina historia, calidez y buena cocina.
Por Juan Manuel Larrieu
Hay lugares que nacen con alma, y Pistacho es uno de ellos. No se trata solo de una carta bien pensada o de un ambiente cálido: se trata de una historia familiar que vuelve a respirar, de un sueño que mezcla herencia, trabajo y ganas de compartir.
La casa donde hoy funciona Pistacho tiene más de cien años. Fue construida por el abuelo de Sol, y durante décadas fue solo eso: una vivienda familiar, testigo de generaciones, de sobremesas y veranos en el patio. Por primera vez, ese espacio se transforma en un local gastronómico, y lo hace de la mano de Sol y Hernán, una pareja joven de Viedma que decidió apostar a la ciudad y abrir un lugar distinto, lleno de identidad.
El proceso no fue sencillo. “Tuvimos que remodelarla casi por completo, adaptarla a lo que necesitábamos sin perder su esencia”, cuenta Hernán, todavía con el delantal puesto. El resultado se siente en cada detalle: techos altos, aberturas originales, paredes que respiran historia y una atmósfera que invita a quedarse.
Pero Pistacho no es solo una cafetería. Es un espacio vivo, que abre sus puertas desde el mediodía hasta la noche, con una propuesta gastronómica que combina platos elaborados para el almuerzo y la cena, pastelería artesanal y una barra que acompaña con cócteles y aperitivos.
“Queremos que la gente venga a disfrutar un café, una focaccia o una cena completa. Que se sientan cómodos, como en casa, pero con ese toque especial que buscamos en cada plato”, dice Sol, con la serenidad de quien logró convertir un sueño familiar en presente.
El menú refleja esa búsqueda: cocina simple pero cuidada, sabores reconocibles, ingredientes frescos y una atención cercana. La vereda, con sus mesitas al sol, promete convertirse en punto de encuentro cuando lleguen los días cálidos. “Queremos que Pistacho sea un lugar de todos —agrega Hernán—, que los viedmenses lo sientan propio.”
Antes de despedirse, agradecen: a la familia, “que siempre estuvo al pie del cañón”, a los amigos, y a los exjefes de Roma, que les dieron una mano enorme en los primeros pasos. En sus palabras hay gratitud, pero también convicción: la de saber que Pistacho no es solo un emprendimiento gastronómico, sino una forma de devolverle algo a la ciudad que los vio crecer.
Y mientras cae la tarde en Viedma, las luces del salón se encienden sobre las mesas. En la esquina, una pareja brinda, alguien pide un café, otro plato sale de la cocina. Afuera, la casa centenaria sigue respirando historia, ahora con aroma a pan recién hecho y a sueños cumplidos.












