La sobremesa entrena: la comida como refugio del tiempo

Por Juan Manuel Larrieu

En la Argentina, la relación entre la comida y el tiempo tiene una profundidad que va más allá de lo gastronómico: es un acto cultural, casi una declaración de identidad. No se trata únicamente de lo que ponemos en el plato, sino del tiempo que le dedicamos a cada momento que rodea a la comida.

Desde la preparación, muchas veces lenta y compartida, hasta la sobremesa que parece no tener fin, la mesa se convierte en escenario de encuentros, discusiones, risas y silencios. En un mundo donde la prisa gobierna, los argentinos conservamos un ritual que resiste: sentarse a comer y quedarse ahí, sin apuro, disfrutando de lo que ocurre alrededor del mantel.

El chef Francis Mallmann lo explicó con claridad en un programa de televisión, cuando le preguntaron por la cocina argentina. Su respuesta fue una postal que todos reconocemos: “La Argentina es el único lugar del mundo donde, después de comer, la gente se queda sentada alrededor de la mesa, con el mantel lleno de migas”. Esa imagen tiene algo de universal dentro de nuestras fronteras: puede ocurrir en una casa de campo, en un departamento porteño o en una mesa improvisada junto a la parrilla.

Hispanic family having lunch outdoor

La sobremesa argentina no es un tiempo muerto, es un tiempo vivo. Allí se cuentan historias, se planifican futuros, se discuten pasiones futboleras o se desandan recuerdos familiares. La comida, entonces, no es solo un hecho alimenticio, sino un pretexto para el encuentro.

En la cocina argentina late una identidad que sintetiza saberes diversos. Como dice Víctor Ego Ducrot, “es el conjunto de saberes y experiencias sensibles acumuladas y transmisibles, mediante las cuales el Hombre tiende a convertir su necesidad de alimentos, en goce”. Esa idea refuerza que cocinar y comer aquí es un lenguaje que habla de comunidad, memoria y afecto.

Para Patricia Aguirre, la antropóloga, “la alimentación es producto de las relaciones sociales en un tiempo, un espacio y una sociedad determinados. Uno piensa que come algo porque le gusta, pero son esas relaciones las que dirigen las elecciones del sujeto. Elige lo que de todos modos estaría obligado a comer.” Esta reflexión subraya cuán profundamente nuestras costumbres alimentarias están atravesadas por la cultura y el entorno .

Pero antes de que esa mesa se llene de migas, hay un gesto que define nuestra cocina: cocinar es una forma de dar amor. El tiempo que alguien dedica a preparar una comida no es solo trabajo en la cocina, es un acto de entrega. Quien amasa un pan, quien deja que el fuego haga su magia en un asado, quien se levanta temprano para encender una olla de guiso, está diciendo “te quiero” de una manera simple, pero profunda. En la Argentina, el amor también se sirve en un plato.

Y lo más valioso es que, aun en estos tiempos de apuro, donde la modernidad nos repite que “el tiempo es oro”, ese ritual no se rinde. Resiste. Ni los relojes, ni las pantallas, ni la vorágine de lo inmediato pueden contra la fuerza de una mesa compartida. Porque en cada comida seguimos eligiendo frenar, mirar a los demás a los ojos, brindar, conversar.

Quizás ahí radique el secreto de por qué la gastronomía argentina es única: porque no mide solo ingredientes, sino también minutos, horas y sobremesas. Porque al final, en esas migas sobre el mantel, está escrita nuestra manera de vivir.

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