Por: Juan Manuel Larrieu
En una provincia donde sobran productos, talento e historias para contar, lo único que falta es que el menú pase de la foto a la mesa.
En Río Negro, la gastronomía y la producción regional son mucho más que un plato en una mesa. Son identidad, cultura y economía en movimiento. Sin embargo, para quienes toman decisiones sigue siendo apenas un decorado: un recurso para una foto de campaña o para un acto con cazuela de cordero y pan casero, servidos solo para la ocasión.
El problema no es la falta de talento ni de materia prima. Ahí están los productores de frutos secos en el Valle, los criadores de cordero en la Línea Sur, los viñedos que crecen a la vera del río, los pescadores artesanales en el Golfo y los cocineros que, desde Las Grutas hasta Bariloche, defienden la materia prima local con creatividad y oficio. Lo que falta es una política pública sostenida, seria, con presupuesto y planificación.
Pero quienes deberían mirar el horizonte, se miran el ombligo. Están más ocupados en sus internas, en sus equilibrios de poder y en sostener un calendario de actos, que en advertir lo que pasa a su alrededor. Mientras tanto, las oportunidades se enfrían: proyectos que podrían ser motores del turismo y la economía local quedan a medio camino, y los productores siguen remando solos en un río que podría tener viento a favor.
Demasiadas veces los recursos se diluyen en eventos aislados que desaparecen al año siguiente, en ferias improvisadas sin estrategia de promoción o en capacitaciones desconectadas del mercado real. El turismo gastronómico —que podría ser uno de los motores más potentes de la economía rionegrina— queda a merced de esfuerzos individuales y no de una visión colectiva.

En otras partes del mundo se entiende que un plato bien pensado puede atraer más visitantes que un folleto de oficina de turismo. Que detrás de cada queso artesanal, de cada botella de Pinot Noir o de cada filete de trucha, hay una cadena de valor que sostiene familias y dinamiza economías locales.
Aquí, en cambio, seguimos esperando que la gastronomía crezca sola, como si fuera un milagro. El talento está, los productos están, las historias para contar sobran. Lo que falta —y urge— es una política que levante la vista, encienda el fuego y lo sostenga, no solo para la foto, sino para el futuro.

Porque, al final, si los que reparten el menú siguen mirando el plato solo para la foto, no se asombren si un día lo encuentran limpio… pero en la mesa de otro.